La feria de las vanidades

07/04/2013

Esta novela se publicó por primera vez por entregas en el Reino Unido entre 1847 y 1848. En España, Random House Mondadori la incluyó en su colección Debolsillo en 2004. Está a la venta por 10 euros, aunque no es fácil de encontrar. Tiene 996 páginas y la letra es bastante pequeña.

¿De qué va?: Rebecca Sharp y Amelia Sedley son dos jóvenes de carácter muy distinto que se enfrentan al mundo tras su salida de la academia para señoritas de miss Pinkerton. En torno a ellas se despliega un catálogo de personajes representativos de la sociedad  inglesa de principios del siglo XIX. Ellos serán testigos de la fortuna y las desgracias que las acompañarán a lo largo de sus vidas.

¿Qué opino yo? (Sin destripes): Éste es un libro para tomarse con calma, incluso para alternar con otros. Reconozco que me he llevado con él mucho más tiempo del que suele ser habitual en mí, en torno a unos dos meses. Lo cierto es que se me ha hecho bastante tedioso. Normalmente, cuando una novela no me está gustando, la abandono, porque hay muchos libros maravillosos para disfrutar y muy poco tiempo para hacerlo, y la lectura para mí es un placer, no un trabajo. Sin embargo, con La feria de las vanidades he hecho una excepción y he continuado a pesar del escaso interés que me suscitaba. Los motivos por los que lo he hecho son que me he pasado muchos años queriendo leerlo y me resultó difícil encontrarlo en librerías, además de que Thackeray era un escritor admirado por Charlotte Brontë, a quien yo admiro a su vez.

     Siendo sinceros, la obra no contiene un lenguaje complejo, pero Thackeray gusta de lo alambicado en cuanto al estilo. El autor emplea abundantes disertaciones que se alejan de la trama principal y hasta secundaria. Es tremendamente participativo y se introduce a sí mismo en el texto para informarnos en ocasiones de que ha frecuentado un ambiente determinado, no se le ha permitido el acceso a otro o ha alternado con alguna persona concreta. Asimismo, vuelve a desviarse del argumento para hablarnos con demasiada frecuencia para mi gusto de algún personaje o ser supuestamente famoso que poco o nada tiene que ver con el relato, y nos cuenta lo que dijo, pensó o hizo. Así fácilmente se rellenan mil páginas. En este sentido se me ha hecho extremadamente pesado el capítulo 47, en el que Thackeray narra la historia de Lord Steyne, un personaje que tiene una importancia discutible, de su familia y, por si fuera poco, de sus ancestros.

     Pese a que no poseo autoridad suficiente para criticar a un escritor tan reputado, no puedo dejar de apuntar que comete errores que no se le perdonarían a un novelista actual. Después de pasarse páginas y páginas contándonos no sólo lo que piensan y sienten los protagonistas, sino también lo que opina él al respecto, nos deja caer esta frase:



    «Amelia no contestó, y ¿cómo vamos a saber nosotros lo que pensaba?».


     Pero lo peor es que algunas páginas después se contradice a sí mismo diciéndonos lo siguiente:



   «El novelista que todo lo sabe no ignora esta circunstancia».


     Los personajes son arquetípicos y planos, pero parece que Thackeray tenía el propósito de que así fuera para mostrarnos los estereotipos que conformaban la sociedad de su época. Sin embargo, para mí no resulta un acierto, puesto que escaso interés pueden despertar unas personas de las que sabemos cómo van a actuar en cada momento. A lo largo de las casi mil páginas sólo me he sorprendido una vez.

     Becky Sharp parece ser la favorita de muchos. A mí me ha parecido típica y predecible. ¡Cuántos personajes astutos y ambiciosos como ella he podido conocer! Es inteligente, avariciosa y egoísta. Hoy en día sus triquiñuelas hubieran servido de poco, pero en el libro consigue prácticamente todo lo que se propone a pesar de que muchas veces sus trucos e intenciones resultan muy obvios. En fin, era otra sociedad…

 
     Por su parte, Amelia Sedley es uno de los personajes más estúpidos y vacuos que he encontrado en mi vida lectora. Necesita tener algo a lo que idolatrar y centrar su vida en torno a ello. Todo en ella se reduce a esto. Es de una simpleza exasperante. 

Sólo William Dobbin ha conseguido mantener mínimamente mi curiosidad, ya que deseaba saber si su lealtad al (incomprensiblemente) objeto de su obsesión sería finalmente recompensada.

     Cuando Charlotte Brontë pasó una temporada en Bruselas, el profesor Constantine Heger le aconsejó que eliminase de sus textos todo aquello que no resultara imprescindible, le enseñó a “sacrificar sin piedad cuanto no contribuya a la claridad”. Por esto no deja de parecerme curioso que admirase tanto a un autor que peca de hacer lo contrario.

     Quiero aclarar que no me molestan las disertaciones o las tramas paralelas si ello contribuye a hacer más interesante la obra. De hecho, es algo que sucede en Don Quijote de la Mancha, uno de mis libros preferidos, pero no es lo que pasa en La feria de las vanidades, donde no me queda claro adónde quiere llegar el autor con tanto circunloquio.

     Aunque una cosa buena sí le reconozco: es un gran maestro de la ironía. Puede reírse de sus propios personajes e incluso de sus propios contemporáneos de tal forma que ni siquiera pueda entenderse como una ofensa.



«¿Quién no ha observado la crueldad con que suelen tratarse las mujeres? ¿Ha sufrido nunca el hombre torturas comparables a las que deben soportar las pobres mujeres de las tiranas de su sexo? ¡Desgraciadas víctimas!».


     Con lo dicho es obvio que esta obra no me ha gustado nada, pero cada lector tiene su forma personal de vivir la historia en la que se introduce, así que con toda seguridad habrá quien opine lo contrario que yo. Queda por tanto a la libre elección de cada uno si leer o no La feria de las vanidades.
Puntuación: 1 (sobre 5)
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...